Marx y la conversación económica contemporánea

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Si la influencia de Marx en la profesión económica se mide en función de la existencia de un núcleo numeroso de economistas trabajando en universidades importantes y publicando en las principales revistas científicas sobre cuestiones típicamente “marxistas”, el impacto actual de su obra es nulo o muy acotado. Si esta es la vara con la que juzgar la vigencia de un legado intelectual, me temo que lo mismo ocurriría con muchos autores no marxistas.

Lo medular de la teoría económica de Marx corrió la suerte de una de sus piezas claves: la teoría del valor-trabajo. En modo simple, esta teoría indica que el valor de un bien está dado por la cantidad de trabajo utilizado en su producción. En Marx, dicha teoría cumplía la función de explicar los precios relativos de equilibrio y los beneficios en la economía y constituía la base de su teoría de la explotación. Marx incurrió en inconsistencias lógicas hoy bien conocidas, principalmente luego del trabajo del economista italiano Piero Sraffa. La teoría no permite dar un tratamiento satisfactorio al trabajo heterogéneo, cuando la producción involucra trabajo de diferentes calidades, tareas más o menos placenteras o trabajadores con distintos talentos innatos (que por definición no pueden producirse y por tanto su valor no puede expresarse en términos de trabajo pasado). Si bien existe un pequeño nicho de economistas teóricos que todavía trabajan en la resolución de estos defectos su influencia en la profesión es reducido.

Pero hay otra forma de entender el legado de Marx. Concuerdo con la idea de que las contribuciones más importantes de Marx son aquellas que han pasado a formar parte del acervo general de conocimientos de las ciencias sociales y que han sido objeto de nuevos abordajes, utilizando las herramientas contemporáneas de investigación social (que afortunadamente son mucho mejores que las que dispuso Marx en su época). Me refiero a ideas que han sido asimiladas al punto tal que su conexión con el pensamiento de Marx ha quedado en buena medida diluida. Quienes aún creen en la nociva demarcación entre una “ciencia proletaria” y una “ciencia burguesa” y creen que el marxismo es un gueto particular regido por reglas de producción intelectual propias, se sentirán decepcionados por la perspectiva adoptada en esta nota.
Aquí destaco tres áreas de investigación donde, a mi parecer, las trazas de Marx y sus preocupaciones son todavía reconocibles.

INSTITUCIONES Y DESARROLLO. La teoría de la historia propuesta por Marx no es otra cosa que una teoría del cambio técnico e institucional, donde interactúan instituciones (relaciones de producción expresadas en términos de derechos de propiedad) y tecnología (fuerzas productivas). El rol de la “superestructura” legal y política de la sociedad (instituciones estatales) y de la movilización de actores sociales colectivos (clases) en la administración y resolución de dichas tensiones jugaron también un papel importante en el análisis de Marx. A cada etapa histórica le correspondía una forma de explotación (desigualdad) especifica. Dichas desigualdades jugaban un papel progresivo para el desarrollo productivo hasta que llegaba un punto en que se volvían socialmente innecesarias. Marx analizó las formas de explotación propias del feudalismo y el capitalismo. John Roemer, quien realizó contribuciones decisivas a la teoría de la explotación en la década de 1980, extendió el análisis al caso de los regímenes del socialismo real. Para ello, definió un nuevo tipo de explotación, la explotación de status, que daba cuenta de la desigualdad derivada de los privilegios que gozaban en esas sociedades la minoría que controlaba el aparato burocrático.

Por supuesto, el materialismo histórico de Marx tiene varias zonas problemáticas. Por ejemplo, su permanente apelación de explicar funcionalmente cualquier fenómeno (la religión, la movilidad social o los odios de los trabajadores nativos hacia los inmigrantes) por sus beneficios para la clase capitalista (sin especificar mecanismos o microfundamentos precisos), su optimismo en la prevalencia de leyes de evolución histórica inexorables y su visión demasiado simple e instrumental del Estado, siempre juguete de la clase dominante. Marx pensaba que las formas de propiedad evolucionaban de modo de favorecer el desarrollo de las fuerzas productivas. Resulta difícil no asociar esta idea a ciertas versiones del neoinstitucionalismo, evidenciadas en algunos trabajos de Douglas North (Nobel de Economía en 1993), que sugirieron la existencia de una suerte de proceso de selección natural donde instituciones menos eficientes son suplantadas por instituciones más eficientes.

¿Por qué las instituciones importan para el desarrollo? ¿Por qué pueden persistir institucionales disfuncionales? ¿Cómo se da el cambio institucional? Se trata de discusiones neurálgicas y de actualidad. Con todas sus limitaciones, Marx proporcionó un marco de análisis que contempla la relación entre instituciones, tecnología y la acción colectiva de grupos sociales en conflicto. Un puzzle que luego muchos han intentado armar, acomodado sus piezas de distintas maneras.

LA EMPRESA Y EL PROCESO DE TRABAJO. Una segunda área donde los aportes de Marx han tenido influencia es en la teoría microeconómica de la empresa y del proceso de trabajo. Marx ofrece una descripción detallada de la organización del trabajo en la fábrica, el rol del capitalista en coordinación y control del proceso de trabajo y el problema de la disciplina laboral y los incentivos, incluyendo los efectos del entorno macroeconómico (desempleo). Son también interesantes los pasajes donde Marx describe la introducción de nuevas innovaciones técnicas por parte del empresario como un juego estratégico donde la motivación no es solo aumentar la eficiencia de la producción sino también desorganizar de los trabajadores. Una distinción conceptual crucial en Marx es entre fuerza de trabajo y trabajo efectivamente realizado. La producción requiere trabajo (además de otros insumos). Pero lo que el empleador contrata es la fuerza de trabajo, la capacidad de trabajo del trabajador, bajo ciertas condiciones. Ese contrato puede especificar las horas de trabajo y el salario, pero no puede estipular, entre otras cosas, la cantidad de trabajo efectivo (esfuerzo) por hora contratada. Se trata de lo que hoy llamamos un contrato incompleto. El problema del empleador es cómo organizar el proceso productivo de forma de extraer la mayor cantidad de trabajo efectivo de la fuerza laboral que contrata.

Como se discute mucho mejor aquí, el análisis de Marx preconfiguró el tratamiento de la relación laboral como un problema de agencia, donde el conflicto de interés entre el principal (empleador) y agente (empleado) en torno a la motivación laboral es analíticamente central. Su concepción de la empresa como territorio de ejercicio de autoridad está presente en los abordajes modernos propuestos por autores como Coase, Simon y Hart (otros tres galardonados con el Nobel en distintos momentos). En la introducción de su libro “Empresas, contratos y estructura financiera”, Oliver Hart señala: “Dada su preocupación por el poder, el enfoque desarrollado en este libro tiene puntos en común con las teorías marxistas de la relación entre capitalistas y trabajadores, en particular, con la idea de que el empleador tiene poder sobre el trabajador porque el empleador es propietario del capital que el trabajador utiliza para producir”.

LA PRODUCCION SOCIAL DE LOS INDIVIDUOS. La idea marxista de que los individuos, sus creencias y preferencias están sujetas a condicionamientos sociales es hoy ampliamente aceptada, particularmente luego de que la economía se amigara definitivamente con la psicología en lo que hoy llamamos economía del comportamiento. En el contexto de su análisis de las sociedades de clases, Marx se interesó por como la adaptación conformista de preferencias por parte de los “explotados” terminaba jugando una función social estabilizadora y beneficiando a los explotadores.

Dejando de lado sus abusos funcionalistas y el escaso papel que Marx dejó a la elección individual, la idea de que las preferencias individuales son socialmente maleables tiene hoy aplicaciones mucho más generales. Cabe decir que se trata de una idea todavía sospechosa para muchos economistas, tradicionalmente acostumbrados a asumir las preferencias como un dato exógeno y estable de sus problemas (aquello de que “sobre los gustos no se argumenta” de Becker y Stigler). Es justo reconocer que este supuesto ha cumplido un rol importante como protección frente explicaciones ad-hoc: cualquier cambio de conducta podría explicarse argumentando que hubo un cambio de las preferencias. Sin embargo, creo que hoy ningún economista confunde la conveniencia metodológica del supuesto, a la hora de estudiar ciertos problemas, con su validez empírica (que es más que dudosa en muchas circunstancias). El estudio de cómo se forman y cambian las preferencias individuales representa hoy un área activa de investigación. Algunos ejemplos: (i) la menor predisposición a competir de las mujeres, que a menudo se utiliza para justificar sus menores salarios frente a varones de similares características, depende en realidad de pautas culturales específicas de cada sociedad, (ii) los sistemas que se basan en identidades sociales estratificadas (como el sistema de castas en la India) generan diferencias en el desempeño de las personas que tienen un desempeño similar cuando esas identidades no son reveladas, (iii) intervenciones educativas tempranas pueden desarrollar los comportamientos prosociales (no egoístas) de los niños, (iv) la participación en intercambios de mercados parece erosionar los estándares morales que rigen el comportamiento personal. No tengo claro si estas cosas le interesarían a Marx. Pero son ejemplos de investigaciones que abonan la idea de que los individuos son en parte producidos socialmente, un tema recurrente en sus escritos.

Aquí hay algunas implicancias en el terreno filosófico y político que vale la pena comentar. El reconocimiento de que las preferencias individuales son socialmente maleables pega en el core liberal, que descansa en la idea de que los individuos eligen en base a preferencias limpia y autónomamente formadas. Si las personas no prefieren o eligen aquello que sería mejor para su bienestar en virtud de condicionamientos derivados de su entorno social o adaptan sus aspiraciones a la baja en virtud de la falta de oportunidades (la frustración de desear algo que no se puede alcanzar induce a dejar de desearlo), las evaluaciones de bienestar que toman esas preferencias como un dato se vuelven problemáticas. Si las preferencias por el riesgo, el talento empresarial y la capacidad de esforzarse, a menudo esgrimidas como fundamentos meritocráticos de la desigualdad, están en parte “sucias” de condicionamientos sociales, ¿cómo no objetar la moralidad de dicha desigualdad y de las relaciones de explotación y dominación que se pueden generan a partir de ella? Marx tuvo una posición ambigua y a veces despreciativa hacia los argumentos formulados en términos morales y de justicia. Como en otros temas, sus escritos son una fuente de inspiración, pero quizás ya no el mejor lugar donde buscar para dar estas disputas con solvencia.

*Foto: Andres Dean.
Nota originalmente publicada en Razones & Personas, Octubre 2018.

 
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